EL CARNAVAL DE LA ANTIGÜEDAD Y LA "ENTRADA" DE ORURO



Por: Dr. ALFONSO GAMARRA DURANA
Frente a las culturas arcaicas

El carnaval es un término encadenado a costumbres llegadas de Europa. Al conocer la forma excepcional en que se desarrolla en Oruro es de nuestro interés encontrar las relaciones existentes con esas manifestaciones foráneas. Entramos en especulaciones, a momentos enredadas con lo típicamente orureño en una forma de divagaciones voluntarias, para encontrar los símiles y para saber si  lo nuestro tiene el mismo significado que hallamos en las enciclopedias.

Con algo de ligereza se emplea el calificativo de "pagana-religiosa" a la festividad de la "Entrada" del sábado de Carnaval. Aceptada la diferencia de esa Entrada y el corso del día siguiente, se quiere ligar así lo católico con lo vernacular, sin aceptar que las deidades nativas forman por sí una religión propia y regional. El Carnaval sería un emparentamiento de dos religiones. Una impronta de las influencias cristianas en las acciones folklóricas del pueblo orureño. O sea, costumbres y usos españoles que se deslizaron insensiblemente a ser mestizos. Y que la habilidad artística los transformó en un manifestación fabulosa por su música, su colorido y su magnificencia. Un fontanar de impresiones que, en ocasiones, vela la recordación religiosa.

Tiene la formalidad de aceptar la fecha que el calendario le fija, las disposiciones que regulan el modo y el itinerario de su presentación, pero, por su hechura folklórica, sufre cambios históricos (el tiempo ocasiona modificaciones), místicos (la esencia telúrica pone su sello) y los propiamente religiosos (como el distanciamiento temporal obligado del día de la Candelaria). Provoca simultáneamente definiciones sociales en cuanto transfiere su carácter a la ciudad y la mantiene en los preparativos que duran muchos meses, contagiando la voluntad de ese acto a la labor cotidiana de sus actores.

Los distintos factores artísticos que intervienen en la "entrada" no son solamente de tipo de devoción o de jolgorio sino que imparten motivaciones de identificación popular que satisfacen el estilo de vida de los bolivianos. De éstos es la fiesta, en toda su variada y multifacética manifestación. Por eso se hace tan fácil su propagación a otras regiones del país y que, incluso las nacidas orureñas sin abolengo foráneo, aparezcan simulándose oriundas de otras áreas geográficas.

Al haberse trasladado la peregrinación del 2 de febrero a la más cercana fecha de feriado laboral que correspondía al Carnaval, se desvió la trascendencia esencialmente nativa hacia las connotaciones idolátricas que vienen de la cultura griega arcaica, que se nutren del clasicismo pagano, y llegan a la América con los conquistadores. En la Europa legendaria apareció el dios Dionisos como una representación del renacer cíclico de la naturaleza, con la alegría sensorial de percibir el retorno del fruto al arribo de la primavera. Era el padre del vino, y con este líquido las fiestas dionisíacas comprometían la alegría jocunda en las presentidas cosechas. Se organizaron las comparsas beodas, que aprendieron a bailar y cantar en delirio, demostrando su sensualidad alborotada. La concupiscencia en su alto valor: la carne vale, o sea Carnaval.

Era la época de las actividades promiscuas y relajadas, que se enervaban con la embriaguez. El frenesí y la lascivia cundían por doquier, y todos los dislates eran un himno de fecundidad. Se inventaron las máscaras como un símbolo de que la faz de la orgía debía esconderse, que el culpable de la transformación lujuriosa no debía verse. La máscara representaba a ese dios proteiforme; la cara, ya vencido el período de libertinaje, presentía el espíritu dolido.

Las facciones del hombre provienen de sus fiestas. La dualidad tristeza/alegría sufre un desbalance pues las penas se olvidan cuando se encabrita la locura por obra de las bebidas. Como el humano goza por los sentidos que posee, no puede reprimirlos, y se descarga la alegría descontrolada.
Por eso mismo, Baco, el creador del vino, el instigador de las grandes bacanales romanas, como aficionado al placer de la música, acondicionará comedias para mostrar la índole débil del bípedo cantante y logrará ser adorado por simuladores que crearán sones y estrofas aduladoras. Desde entonces el hombre necesitará un genio hipante en la superficie o en las profundidades terrenales para ofrecerle su pecado libador. Más valioso y más impresionante si éste se comete en muchedumbre, formando un cortejo pagano, agitado e incesante, sacrílego y ágil por sus movimientos juveniles, y donosura en sus danzas vivificantes; aunque al final se piense en el demonio de las oscuridades que paraliza los nervios intoxicados. Por eso llega a ser temido, porque si regala abundancia en la extracción de vegetales y minerales del suelo o de las minas, también pide reverencias y entrega voluntaria. A cambio de un darse faústico se consigue la alegría, la carcajada, el ruido atronador de alborozos musicales. Pero, al mismo tiempo, puede cobrarse duramente en aquél que lo menosprecie o falte a su pacto, pues el castigo se va preparando en el mundo tenebroso que no se ve ni se sospecha.

Presencia luciferina

En la luz de lo abierto es vida regalada con sed devoradora que no se sacia plenamente, es el jolgorio que se celebra en la superficie; y durante los días que le han dedicado a su pasión es la religión a un dios pagano. Mientras que en el dominio neblinoso de lo subterráneo todo lleva al subordinado hacia el límite abismal del Más Allá, en el que puede caer por castigo. Hay quienes, que escaparon en una resurrección pervertida, creen que allí vive el fabricante de sismos, de la lava volcánica, de los relámpagos de fuego, donde sólo existe la oscuridad para los ciegos que no entienden los misterios órficos.

En los días del desenfreno lúbrico, el príncipe de los jolgorios pero de la venganza encubierta, muestra su fulgente presencia en un ser circunstancial y cismático que lleva de cobertura la integridad de los poderes del universo. De sus ojos sale luz de un fuego siniestro, que induce convulsiones de placer y es combustible de tentación indomeñable. O también, ubicuo como es, no acusa su figura, se desperdiga como un hálito en los grupos de la comunidad, nadie lo advierte pero se inmiscuye en los propósitos adocenados, se impone y tienta. No tiene forma humana y al sentir los siete pecados capitales en él, se apodera docilmente del individuo cercano comunicándole su fuego libertino. Desde que apareció el cristianismo le dieron un nombre no pedido ni adecuado: Satanás. Una palabra para no escribirse con el alfabeto sino con el delito.

El que muere para él y por él, pierde la posibilidad de la resurrección; vivirá junto a multitudes pecadoras, no transmigrará, no se redimirá, pues permanecerá eternamente en las llamas lacerantes y no incinerantes del infierno.
Tanto es uno como múltiple. Satanás es la unidad  y la multidiversidad de seres, que multiplica su facha, como imágenes en espejos paralelos, y se transforma en tropel incalculable, y entonces cada uno de ellos es recogedor de almas, demandante de pecados, excitante de los goces, e inductor de ínfulas y vanidades.

La traza del diablo del Carnaval orureño arrastra un legado del paganismo de la antigüedad. Es el símbolo de la adopción de ideas seculares. En su disfraz no parece acomodarse la impronta autóctona, que los folkloristas actuales quisieran encontrar en alguna parte de su atuendo.
Todo esto sería una exposición dubitativa del entronque del diablo con "el tío" del mito regional. En el fondo está la travesura química del alcohol, la acechanza demoníaca, el ofrecimiento a la orgía del paganismo; pero, con el tiempo que pasa, se viene notando una evolución favorable por la intervención pedagógica de la salvación católica, que teatralizó un párroco en unas escenas con técnicas sencillas para alcanzar el entendimiento popular. Después se orientó la devoción de los mineros a una transferencia completa de los participantes a un "peregrinaje" folklórico que asume un carácter extraordinariamente único, puesto que de la fachada idolátrica del paganismo, un corso hilarante, se llega a un concertación católica plena, que podría alcanzar ribetes místicos si se eliminara igualmente la influencia de la ostentación y del comercio.

Acreditado representante de la maldad, el diablo intenta un engaño, pugna meter en la práctica religiosa el vestigio deslicenciado del Carnaval - que se celebra en las antípodas -, con los hechos ya relatados y en la práctica de la fiesta, después del suceso religioso. Hace unos 60 años en Oruro tenía un sentido social, y por eso permitido, que el preste acoja en su domicilio a los danzarines todos los días de festejos sirviéndoles comida y bebida sin límite. Aún hoy día algunos piensan que la resistencia para los saltos y bailes en un recorrido de kilómetros se logra con una bebida estimulante para músculos y nervios.

Labor serena, persistente y dogmática ha hecho que los curas de la iglesia del Socavón hayan conseguido que muchas prácticas de vicio encubierto vayan desapareciendo, y más bien irrumpa en el hábito cotidiano el mensaje de Dios a través de la Santísima Virgen.

Gana la devoción religiosa

Nos hemos referido en nuestros primeros párrafos a los personajes y las sagas euroasiáticas que van revolviendo sus conceptos y sus formas hasta hacer una mazamorra más espesa con los mitos regionales, y en conjunto actúan como pinturas espesas sobre costumbres ancestrales.

En Oruro retoma su lugar el cristianismo con la Virgen que con su presencia salva a la población haciendo desaparecer variadas y colosales plagas; y con el Arcángel, que es el guardián del Cielo, el aleccionador de los preceptos para la salvación, y, finalmente, el acomodador de las almas impías en las categorías avernales y el que castigará al malvado y purificará más al bueno.

Si seguimos especulando sobre esta fiesta universal que se interpreta como voluptuosidad, llegaremos a un enfrentamiento irracional si queremos hallar algo semejante en el Carnaval orureño. El distingo lo presentan los mismos danzarines. El sábado es devoción - dicen -, el domingo, arrebato; solamente que por seguir mostrando sus disfraces y bailes el espectáculo mismo se repite al día siguiente.

Continúa apareciendo el disfraz que como el papel picado, la serpentina, la cohetería, los trajes y aderezos son todo menos religión. Usar careta es aparentar, es presentarse en un espectáculo de unos días y en las mismas calles del cotidianismo. El disfraz es ser uno mismo, pero sacando hacia afuera lo que está escondido todo el año. Hacer realidad un transformismo para mostrar virilidad, hundir la veracidad y compostura para que aflore lo vano y grotesco. Si la apariencia dura un par de días será una chanza para con el prójimo. Una burla resucitada cada año al ponerse una careta. Pero que no quede el resto del tiempo como impostura definitiva o como falso testimonio de un "otro-yo" estimulante.

Lo de Oruro no puede tener analogía con el teatro de las calles, en el "cotillón" generalizado, en el desnudismo disimulado de otras regiones. Actualmente es la validación del sentimiento joven por introducirse en la teluria. Demostrar que los sones que nos emocionan no son coyuntura, sino sometimiento a lo arraigado en nuestro espíritu. No es la fecha de evasión de la carne, ni la coacción al molde vacío del Carnaval, como en otros lugares del orbe. Es una integración de cada persona con lo propio de su tierra.

Los países latinos del Viejo Mundo relacionaban las carnestolendas con los oficios religiosos, y de ellos procedían las fiestas en América. Era el descontrol del sexo y de los sentidos que terminaba con la penitencia del Miércoles de Ceniza. Ese día desaparecían los excesos y el despilfarro para preparar el alma en un período de honda contrición.
La Iglesia dejaba pasar esa fiesta exorbitante pero en los países del Nuevo Continente, en que el clima tropical desataba las introversiones para dejar la expansión emotiva y la influencia abierta de la raza africana; mientras que la raza americana, amenazada y perseguida por los colonizadores, alcanzaba una fisonomía aparentemente propia, en la que se mimetizaban enteramente los perfiles saturnales.

Si decimos que la fiesta era un antruejo nos referimos a los tres días de un carnaval donde reinaba la ebriedad, como en las épocas dionisíacas en que se formaban comparsas que se identificaban por las distintas clases de fruta y vegetales que llevaban en el cuerpo, en una jarana motivada por el cambio de las estaciones. La organización de los caminantes era de la índole natural de los seres humanos, no instigada por una ley del baile. Era tal vez un séquito popular que perseguía a sus cabecillas o a los pulsadores de los instrumentos musicales.
Nadie conservaba el orden y la seriedad. Se creaban pasos de baile que enajenaban el sensorio, borraban las inhibiciones, y el hombre volvía a su insensatez primitiva y ya ni se disimulaban los impulsos. Llegaba la efervescencia de las personalidades, la sicología revuelta del que no quiere ser aburrido.

Efecto de la herencia nativa

Esto es lo que externamente pinta el Carnaval orureño cuando rememora simbólicamente el salto amenazante y agresor de los Tobas, sedientos no de alcohol sí de sangre. O en el paso de los Caporales, dominantes en sus esbeltas figuras, que gozan de licencias pero con su látigo provocan rencores. Su paso con botas duras es firme, marcial, envidiable, pero proponiendo violencias.

Quedan como indicios a investigarse lo que puede ser reminiscencia enológica el disfraz de los "negritos", que entonan sus canciones de ritmo tropical y con letras que quieren seducir a la mujer negra. Muchos de ellos, en contraste de color, llevan yuxtapuestas a sus mejillas brunas los racimos verdes de la fruta productora del vino. En el origen de la "Morenada" se ha insinuado que su paso cansino es el del que pisa la uva, lengua afuera, con la mirada embriagada y con el sonido de un trapiche o molino lejano que es resucitado por el ruido de las matracas actuales.

Como estas últimas, las estampas de los conjuntos folklóricos constituyen una representación de la vida del nativo de distintas regiones bolivianas, y, con el paso del tiempo, aumentará la recuperación de las danzas campesinas, lo que permitirá un alejamiento completo del Carnaval de las prácticas euroasiáticas que permiten su instalación en las hojas del calendario anual.
 Por el número incalculable de gente que escoge participar de la Entrada se calcula que hay preferencia por el disfraz que nos acerca a los personajes cotidianos de nuestra herencia nativa. La peregrinación a la Virgen del Socavón irá creciendo como rúbrica de la trascendencia telúrica signada por el catolicismo.


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