LA LEYENDA DE LOS CAMBAS PATAZAS
Dibujo de: Orlando Iraipi Bejarano; 2003.
Este artículo originalmente fue publicado en: www.soysantacruz.com.bo
El doctor S. ha sido uno de los hombres que más tiempo
ha durado en la cartelera de los pinganillos y los guapos de esta tierra.
Favorecido por la naturaleza en lo atinente a buena estampa, ingenio agudo y
talento, ganó fama de profesional competente y político recto, calidad esta
última no poco rara en los desmañados tiempos que corren. Fue, además,
individuo de buen trato, cumplidos modales y porte galano, amén de elegante y
atildado en el vestir. Un bastón de reluciente barniz y empuñadura de plata era
el infaltable complemento de su indumentaria y adminículo que tanto podía
servirle de apoyo como, casus necessitatis, de arma defensiva y ofensiva.
Tras de haber meritado largamente al servicio del país y de la sociedad,
ocurriósele cierta vez probar la fortuna del aura popular presentándose como
candidato a una de las diputaciones por la capital y provincias contiguas.
Corrían los años iniciales del segundo tercio del siglo y las modalidades del
"candidateo" eran aún las mismas de los tiempos de Montes y Saavedra,
los hijos mimados de la democracia boliviana.
A juzgar por la nutrida concurrencia que acompañaba al doctor S. en las bien
comidas y bien bebidas diligencias del período preelectoral, su triunfo en los
comicios habría de ser "contundente". Lo decían sus colegas de
conducción partidaria y lo pregonaban a los cuatro vientos los animosos como
bulliciosos adherentes y propagandistas de su candidatura.
Así llegó el esperado día de las elecciones. Con las primeras horas de la
mañana los adherentes y los amigos del doctor S. empezaron a llegar a casa de
éste, dispuestos a todo, según decían en tono al parecer convincente. Conforme
iban llegando servíaseles humeante café en las grandes vasijas metálicas
llamadas canecos. Las tales iban acompañadas de varias clases de horneao del
día, cuando no de apetitosas porciones de masaco.
En medio de un grupo de partidarios que le aclamaban y vitoreaban a pulmón
lleno, el dichoso doctor salió de casa con dirección a la plaza de armas, en
donde habían de ejercitar el mayestático derecho del sufragio. Iba risueño y
pechierguido, dentro de un traje de color claro que entonaba con la alacridad
de la mañana, y llevaba pendiente del antebrazo el reluciente bastón de la
empuñadura de plata.
Las elecciones se efectuaron dentro de un marco de orden y tranquilidad, sin
que se presentase ninguna alteración del "orden público". El doctor
S. recorría una y otra de las mesas receptoras de sufragios, entre las
aclamaciones de quienes le rodeaban y las de otros ciudadanos que espontáneamente
iban incorporándose en el cortejo.
A juzgarse por tales demostraciones, la victoria del doctor S. había de darse
por incuestionable. Empezaron a lloverle los augurios favorables y luego las
frases ya francamente congratulatorias. El doctor S. sonreía jubiloso.
Vino la tarde y con ella el cierre de las votaciones y comienzos de los
escrutinios. Los animosos partidarios del candidato S. se distribuyeron entre
las diferentes mesas para verificar el recuento de los votos. El doctor dio en
recorrerlas todas con el fin de enterarse más y mejor de cómo iban las cosas.
Una hora más tarde el edificio de sus aspiraciones y apetencias caía malamente
en tierra a la voz del ciudadano secretario que leía las cifras computadas.
Las sumas de los votos emitidos para él estaban lejos de ser las que había
supuesto en el arranque de su entusiasmo. Muchos, acaso la mayoría de aquellos
a quienes creía de su parte, no le habían dado su voto. Al caer en esta ingrata
evidencia no pudo menos de pensar en los ciudadanos de modesta condición que
desde las primeras horas del día habían tomado su casa por lugar de cita y
comedero y bebedero.
Acordarse de ello y encaminarse hacia allá fue cuestión de segundos. Y conviene
decir que en la súbita marcha no hubo de contar con el numeroso y animoso
séquito con que contó al emprender la tempranera marcha. La expectativa,
maridada con el resquemor, le llevaron a casa en un triquitraque. Acababa allí
de servirse la merienda, y circulaban a manteniente el guiso de arroz paisano
con grandes lonchas de carne de res y acompañamiento de yuca recién cocida. Los
agasajados eran gente de modesta traza, en buena parte descalza, pero apetente,
eso sí, y al parecer dispuesta no sólo a consumir lo recibido, sino también a
pedir repetición.
El doctor S. vio el pentagruélico cuadro con insana delectación. La cantidad de
ciudadanos en ejercicio que allí movían las descalzas extremidades en procura
de hartazgo, doblaban en número a la de los votos emitidos en su favor. No
había necesidad de mayor probación para el convencimiento de que tras de votar
en contra de él y a favor de su adversario, los descarados estaban en la casa
como si nada, para redondear el festín del día.
La cólera estalló en los adentros del perdidoso candidato y salió a
manifestársele convulsamente en boca, manos y pies.
-Conque, comiendo mi comida ¿eh?- increpó en alta voz para ser bien oído por
los desvergonzados comensales.
Los aludidos pararon en seco, algunos de ellos masticando aún a dos carrillos.
-¡Afuera, cambas patazas!- encimó mostrándoles la puerta, mientras el bastón
hacía molinetes en el aire.
La regalona ciudadanía vio por conveniente escurrirse en masa, dando un rodeo
en la salida para no dar de manos a boca con el indignado dueño de casa. Pero
éste había pasado instantáneamente del dicho al hecho y esgrimía el bastón por
alto y por bajo. Cuando sobre alguno caía contundentemente, el hombre renovaba
la imprecación arrastrando las sílabas, como para hacerla tanto o más dura y
significativa que el golpe:
-¡Afuera, cambas patazas!...
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