1. El Militarismo en Bolivia
¿Cómo explicar
el fenómeno de que una auténtica mafia civil-militar, que ha nacido de la
corrupción y del abuso del poder y que ha engordado con el ilícito flujo de
dólares que atrae del tráfico de drogas, llegue a hacerse dueña de todo un país
como es el caso de Bolivia? Para aproximarse a una respuesta mínimamente
consistente es preciso esbozar, aunque sólo sea a grandes rasgos, las
características del poder de esta mafia. Y, para ello, hay que comenzar echando
una mirada al pasado reciente de Bolivia.
La larga
secuencia de golpes de Estado militares desde 1964 es, sin duda, lo que más
llama la atención en la política boliviana. El resultado de ello es una
inestabilidad político-institucional crónica que, a su vez, es la causa más
profunda del golpismo. Las raíces más profundas de esta inestabilidad por su
parte, habrá que buscarlas en las contradicciones del desarrollo del
capitalismo en un país dependiente como Bolivia, lo cual queda fuera del objeto
de este estudio.
El hecho
básico es que las Fuerzas Armadas (FF.AA.) ocupan el escenario político de
Bolivia casi ininterrumpidamente desde 1964. Ya entonces (dictaduras del
General Barrientos), pero sobre todo desde 1971 (dictadura del General Banzer),
los militares trataron de institucionalizar su presencia en el escenario
político boliviano imitando el modelo brasileño, primero, y los sistemas
argentino y chileno, después. Sin embargo, Y ésta es la particularidad
sobresaliente del caso boliviano, no pudieron conseguirlo y fracasaron en su
empeño, no obstante el decidido y directo apoyo que recibieron, abierta y
encubiertamente, del gobierno de los Estados Unidos.
El poder
militar es, esencialmente, de carácter fascista. Según un estudio del ex
Presidente de la República Walter Guevara Arze, «Los militares en Bolivia» -editado
en el exilio en agosto de 1981-, el origen del militarismo en su país es, en
primera instancia, de tipo ideológico. «Como para todos los grupos humanos, la
educación determina en gran medida la conducta militar», escribe Guevara. «La
educación que reciben los oficiales producen en ellos ciertas deformaciones
profesionales, que ocurren en otras partes, pero que en Bolivia resultan más
profundas.»
Después
de explicar que «los oficiales son educados dentro del país en el Colegio
Militar de La Paz y en otras escuelas superiores de especialización que existen
en Cochabamba», Guevara subraya el hecho de que, «además de esa educación
reciben otra en el exterior, en la Escuela Militar de Las Américas de la zona
del Canal de Panamá y en diversos institutos de los Estados Unidos». Y anota
que por esa Escuela «han pasado unos 4.000 oficiales bolivianos, lo que
equivale a decir casi todos los que ahora forman parte del establecimiento
militar del país».
Ahora
bien: según el ex presidente boliviano, es precisamente en las escuelas
norteamericanas donde los oficiales bolivianos fueron formados ideológicamente
en los esquemas de la llamada «Doctrina de la Seguridad Nacional y de la
Defensa Ampliada», según los cuales la defensa exterior del país queda en manos
de los Estados Unidos, mientras que el ejército local debe dedicarse a combatir
al «enemigo interno», combinando la represión contra el movimiento popular con
el desarrollo económico y social.
«Semejante
educación simplista y parcial, sin el más insignificante elemento crítico
-concluye el estudio de Guevara-, ha convencido a los militares bolivianos que
su función 'sagrada' es gobernar Bolivia. Ni siquiera los estrepitosos fracasos
que han sufrido en la ejecución de tales conceptos los han hecho cambiar de criterio.
Por lo demás, incluso aquéllos que dudan de la validez de las enseñanzas
recibidas se mantienen estrechamente leales al sistema por los beneficios que
derivan del mismo».
¿Por qué
los repetidos fracasos en institucionalizar el poder militar en Bolivia y
cuáles son los beneficios que, a pesar de ello, extraen de él los militares?
Estas preguntas tienen que ver con las peculiaridades del fascismo en Bolivia.
De hecho, el intento más serio de institucionalizar el poder militar tuvo lugar
bajo la dictadura del General Bánzer (1971-1978), período durante el cual se
puso en marcha un experimento de acumulación acelerada de capital bajo moldes
fascistas. Según otro pensador economista Pablo Ramós, en un estudio editado en
México en mayo de 1981 bajo el título «Radiografía de un golpe de Estado», el
objetivo del experimento consistió en crear las condiciones para un crecimiento
económico autosostenido desmantelando la economía estatal y popular en
beneficio de la hegemonía de la empresa privada.
«Apoyado
en distintos factores tales como la explotación irracional de los recursos
naturales (...), la expansión inflacionaria del crédito bancario al sector
empresarial-privado, el uso desenfrenado del gasto público, la depresión
sistemática de los salarios y, sobre todo, el irracional endeudamiento externo,
el régimen fascista pudo mostrar, transitoriamente, ciertos éxitos económicos»,
anota Ramos.
La
explicación de este éxito reside en que el régimen banzerista «no fue una
dictadura militar al estilo tradicional», sigue diciendo Ramos. «Formó parte de
un esquema continental de fascistización y puso todos los engranajes del Estado
al servicio del capital. Fue un régimen ferozmente represivo de la clase obrera
y se sustentó en el terror sistemático, aplicado como política de gobierno. Usó
grandes cantidades de recursos, en magnitudes que ningún régimen anterior había
dispuesto en toda la historia de Bolivia.» Y, sin embargo, el experimento
fracasó. «Al final, sólo quedaron los pasivos; es decir, las deudas, junto con
los socavones cada vez más vacíos, tanto en los yacimientos mineros como en los
petroleros.»
Las
causas del fracaso del fascismo en Bolivia no son de carácter coyuntural, sino
estructural, sostiene Ramos. Sintéticamente, afirma que «las fuerzas que pueden
generar una dinámica capitalista autónoma no existen, ni pueden existir, en
Bolivia ( ... ), ya que la burguesía se resiste a transformar en capital
productivo las grandes masas de recursos que llegan a sus manos, por medios
políticos principalmente».
¿Qué hace
la burguesía boliviana con esas grandes masas de recursos? «Las distrae y
dilapida en consumo suntuario, fugas al exterior y otros destinos alejados de
la esfera productiva»,. Más adelante, Ramos se explica mejor: «La burguesía
boliviana es inmediatista y está condenada a serlo de por vida. Es ventajista,
en el sentido de que está sólo preocupada por lograr la prebenda inmediata,
aunque ese logro agrave la situación del sistema en su conjunto. Cada fracción
burguesa actúa dentro del estrecho marco de sus intereses de hoy y se preocupa
por dar un zarpazo antes de que otra fracción se le adelante.» Además, «no
están seguras de que su permanencia en el poder esté garantizada. Por eso se
extranjerizan y trasladan al exterior una parte creciente de los excedentes
generados en el país. Para el grueso de las fracciones burguesas, Bolivia es un
país de tránsito, no es el país definitivo».
He ahí
porqué el esfuerzo banzerista «resultó evidentemente vano, pues no aparecieron
las fuerzas sociales y económicas que pudieran llevar adelante el desarrollo
capitalista. El sacrificio de la economía fiscal y de la economía popular se
convirtió en un aporte unilateral de carácter forzoso, pero no dio origen al
crecimiento capitalista autosostenido».
«Sin
embargo -concluye el economista boliviano-, el fascismo resultó indudablemente
atractivo y de gran beneficio para los grupos dominantes en Bolivia. El uso
irrestricto del poder estatal, sin limitación legal o moral de ningún tipo,
ofrece innegables posibilidades de enriquecimiento. Es una forma política que
permite la explotación sin freno de la fuerza de trabajo y facilita la
transferencia del valor creado en la esfera de la empresa pública hacia manos
privadas. Por lo demás, un régimen de este tipo utiliza los mecanismos de la
corrupción como uno de los pilares centrales de la estructura de poder y como
una de las condiciones para su permanencia y reproducción».
La
corrupción como finalidad del poder: he ahí la «clave» de la subsistencia del
fascismo en Bolivia y, por ende, del poder militar. En efecto, no se debe
olvidar que una de las diferencias más importantes entre los fascistas europeos
anteriores a la segunda guerra mundial y el neofascismo latinoamericano
contemporáneo radica en la ausencia, aquí, de partidos políticos capaces de
aportar una base de sustentación social amplia al régimen de terror. Todos los intentos
de crear un movimiento político de masas desde el gobierno han fracasado en los
fascismos latinoamericanos. De ahí que las FF.AA. hayan asumido, en todas
partes, el rol de partido político para llenar, con sus propios subordinados,
ese vacío. Lo demás sería cubierto con mercenarios.
Es así
que a su tradicional función de «gendarme» y «guardia pretoriana» al servicio
del «orden establecido», las FF AA. de Bolivia le añadieron la nueva función de
«partido» de la burguesía para el ejercicio del poder político.
Pero el
militarismo boliviano fue aún más allá: a fuerza de detentar el poder estatal y
de ocupar la administración pública durante tanto tiempo, terminó convirtiendo
a la institución militar en un semillero de «burgueses». 0, para decirlo en palabras
de otro analista de la realidad boliviana, autor de un estudio titulado
«Ejército y vacas gordas en Bolivia: del General Bánzer al General García
Meza», editado en noviembre de 1980, los militares han ingresado en un proceso
de «aburguesamiento relativo».
Este
proceso es consecuencia del enriquecimiento que experimentaron los militares en
función de gobierno durante el período 1974-1977, cuando una coyuntura
económica internacional favorable permitió unos ingresos extraordinarios en el
país por concepto de exportación de materias primas y de endeudamiento externo.
Este flujo de ingresos se tradujo, en el interior de la institución militar, en
un considerable aumento de los sueldos militares (sin contar que los
innumerables militares que ocupan funciones civiles de toda índole, tales como
prefectos, alcaldes, presidentes o gerentes de empresas autárquicas o
estatales, reciben además un sueldo civil), en grandes beneficios sociales de
carácter pesonal y facilidades financieras (gracias a los cuales, por ejemplo,
se han podido construir casas, comprar tierras o invertir en negocios) y en
escandalosas ventajas aduaneras (con lo cual tienen al alcance de la mano, en
tiendas militares libres de impuestos, toda clase de productos manufacturados
traídos directamente desde Panamá o Miami y automóviles de lujo).
Con todo
esto, previene el estudio citado, no se quiere decir que los militares
«constituyan una nueva burguesía susceptible de invertir en negocios (aunque
algunos lo hayan hecho), sino que han aumentado su consumo y su nivel social
hasta el punto de aparecer como nuevos ricos».
Más aún.
El grupo de oficiales más próximos a Bánzer se benefició, además, de toda clase
de favores y licencias derivadas de la posición que cada uno de ellos ocupaba
en la administración de los asuntos públicos. De ahí a los abusos y a la
corrupción sólo hay un paso. Así, varios jefes y oficiales se envolvieron en
negociados y tráficos escandalosos, al margen de toda ley y con total
impunidad, las más de las veces conjuntamente con civiles. Ese es el origen de
algunas fortunas espectaculares. De todos los tráficos (de gasolina, de maderas
preciosas, de automóviles, de armas...), el que mayores superganancias engendra
es, sin duda alguna, el de la cocaína. De este modo nació la mafia militar-civil
narcotraficante.
A este
respecto apunta el ex presidente Guevara en su estudio ya citado: «El negocio
se remonta a diez o doce años atrás, época a partir de la cual buscó y obtuvo
la protección directa o' indirecta de los gobiernos militares. Los primeros
grandes traficantes se establecieron bajo el gobierno de( General Bánzer,y, a
partir de entonces, el negocio se ha incrementado en proporciones gigantescas.
Los militares han ido comprometiéndose cada vez más, deliberadamente o no,
proporcionando a los narcotraficantes impunidad, protección e incluso la
utilización de ciertas facilidades oficiales, como los sistemas de comunicación
de las propias Fuerzas Armadas.»
«La
cocaína se ha convertido en un componente importante del poder político en Bolivia»,
reza la conclusión a la que ha llegado el ex presidente de Bolivia. «Al
parecer, ni siquiera en los Estados Unidos se percibe la verdadera
significación de este problema para el país. Desde luego, la fabricación y
comercialización de esta droga ha introducido un nuevo y significativo elemento
para aumentar la solidaridad interna y determinar las decisiones de las Fuerzas
Armadas.»
El autor
de «Ejército y vacas gordas en Bolivia: del General Bánzer al General García
Meza» extrae una segunda conclusión: la corrupción (y hoy, sobre todo, el
tráfico de la cocaína) se ha convertido en el cordón umbilical que une a los
militares bolivianos al poder.
Tres son
las hipótesis que alimentan semejante conclusión. En primer lugar, antes que el
deseo de un mayor enriquecimiento, es más bien el temor de sufrir una
disminución de sus ingresos tras un período de «aburguesamiento» lo que incita
a los militares a permanecer en el poder, o, si han tenido que dejarlo (como en
1979), a regresar a él. En segundo lugar, con Bánzer fue sólo una fracción del
Ejército la que alcanzó los más altos niveles del poder estatal; es, pues,
entre los jefes y oficiales que menos se han aprovechado de la situación por
haber sido relegados a puestos secundarios durante todo el gobierno de Bánzer
que se encontrarán los partidarios más exaltados de una continuidad del
Ejército en el poder. En tercer lugar, cuanto más se hayan implicado militares
en negociados y tráficos ilícitos y cuanto más condenables sean éstos, tanto
más temerán estos militares tener que rendir cuentas algún día y tanto más
estarán dispuestos a cualquier aventura golpista.
En todo
caso, estas tres hipótesis buscan explicar desde el punto de vista de la lógica
y dinámica institucional del sistema militar (es decir, «desde dentro», sin
perder de vista que una explicación completa requiere otros datos de carácter
sociopolítico) el porqué del golpismo boliviano, el porqué de la supervivencia
del militarismo contra viento y marea y el porqué de la voluntad suicida de los
militares de aferrarse al poder a cualquier precio.
2.
Economía y Narcotráfico
No
intentaremos desentrañar el «programa económico» de los últimos gobiernos
militares de Bolivia, ni aun, siquiera, el señalar sus crasos errores y las
dolorosas frustraciones que vive actualmente ese pueblo. En realidad, la
burguesía boliviana y los militares que la representan no tienen un proyecto
político-financiero que represente sus intereses. Están preocupados por
enriquecerse lo más rápidamente posible, siendo incapaces para formular los
lineamientos que abarquen un amplio horizonte del futuro nacional. La burguesía
boliviana vive cada instante como si fuera el último, y dentro de ese que
hacer, la formulación de programas a largo plazo es sólo una tarea
distraccionista. La burguesía boliviana es inmediatista. Está preocupada por
lograr prebendas inmediatas, aunque ese logro agrave la situación en su
conjunto. Los gobiernos militares, fieles a esa concepción tremendamente
egoísta, han administrado el poder dentro del estrecho marco de sus propios
intereses inmediatos.
No puede
resultar extraño, por lo tanto, que un régimen fascista se instaure en Bolivia,
no sólo sin el más mínimo programa económico, sino también demostrando
incompatibilidades profundas y total incompetencia.
El estancamiento
de las negociaciones para el refinanciamiento de la deuda externa ha sido el
más duro revés para la política económica de los últimos regímenes militares
bolivianos. El periódico «Wall Street Journal» señala que la inestabilidad
política del país y la participación de sus gobernantes en el narcotráfico han
conducido al estancamiento de las negociaciones. El periódico llega a afirmar:
«El gobierno boliviano está pagando los salarios del sector público y proyecta
comprar aviones franceses con fondos obtenidos por el mercado ilícito de la
cocaína...» (8-V-8l).
Muchos de
los militares creyeron, lo mismo que García Meza y Arce Gómez, que los
fabulosos ingresos del narcotráfico serían más que suficientes para reflotar la
economía boliviana. El problema merecería un estudio especializado y profundo
que no es el objetivo de esta publicación. La situación económica actual no
deja de presentar una aparente contradicción: Cuando ingresa al país una
extraordinaria corriente de dinero estimada en unos 1.600 millones de dólares
anuales por la venta de la cocaína es justamente en ese momento cuando el país
presenta la mayor crisis económica de su historia. ¿Cómo se explica todo esto?
No es
posible ignorar que un alto porcentaje de las divisas que circulan en Bolivia
se obtienen a través del mercado ilegal de la cocaína. Es más: la mayor parte
de esas divisas tiene relación directa o indirecta con el narcotráfico. El
valor de todas las exportaciones del país no sobrepasa los 850 millones de
dólares. Es muy posible que los fondos obtenidos a través del mercado de la
cocaína doble esa cantidad.
Un
ingreso tan voluminoso y tan desproporcionado con la realidad económica del
país no puede dejar de tener impacto decisivo en la economía nacional. El mayor
efecto se produce, a no dudarlo, sobre la situación cambiaría, pies la
afluencia de «coca-dólares» permite incrementar la oferta de moneda extranjera
y mantener, en cierto grado, un tipo de cambio más bajo de lo que
correspondería si no se dispusiera de esa entrada ilegal de dólares.
Los
«coca-dólares» llegan en efectivo, en forma de remesas, a las manos de los
productores de sulfato o de clorhidrato de cocaína y de éstos (en forma mucho
más reducida) a los productores de hoja de coca, pasando por los revendedores y
transportistas. Una parte de las divisas ingresa al mercado cambiario a través
de las casas de cambio y otras agencias que operan en el canje de divisas. El
resto ingresa al circuito a través de compras de bienes durables (televisores,
coches, radios, grabadoras...) que se adquieren generalmente en Panamá, pagando
en dólares, «Así los «coca-dólares» financian una parte importante de las
salidas de divisas al exterior y una parte, también, de las importaciones
legales de bienes.
Es
evidente que los «coca-dólares» no llegan y no pueden llegar directamente al
Banco Central y, por lo tanto, no tienen un efecto monetario directo. Lo que
tienen es un efecto indirecto sobre la economía del país. Las personas que
poseen dólares provenientes del narcotráfico necesitan siempre una cierta
cantidad de pesos bolivianos para solventar sus gastos corrientes. Por medio
del mercado cambiario obtienen la moneda nacional requerida. El vínculo, por lo
tanto, es a través de mercado de cambios.
Es por
intermedio de ese mercado por el que se «blanquean» los «coca-dólares». Pero
esta especie de «legalización» del dinero mal habido se lo hace también por
medio de las cuentas corrientes en los Bancos del Exterior (Bancos de Suiza, de
Estados Unidos, de Panamá, de las Bahamas...). El «blanqueo» es importante para
borrar las huellas de narcotráfico. Los narcotraficantes bolivianos, contando
con las grandes posibilidades que les ofrece su país para internar contrabando,
prefieren muchas veces «blanquear» los dólares adquiridos por la venta de cocaína
en Miami o Panamá, comprando mercancía e internándola ilegalmente a Bolivia.
Este contrabando se lo hace generalmente por medio de los aviones Hércules que
poseen las Fuerzas Armadas de Bolivia. El año 1981 uno de esos aviones, cargado
de contrabando, se vino abajo, desapareciendo en las aguas del Caribe.
En un
mercado libre de divisas el problema del «blanqueo» no es tan agudo, pero
siempre existe. De ahí que los narcotraficantes busquen vincularse con gente
que tenga en Bolivia negocios establecidos para lograr de este modo la
cobertura necesaria. Esto provoca un ensamblamiento de intereses, muy difícil
de desdoblar, entre los negocios lícitos e ilícitos. ¡Con más razón aún si los
que los hacen ocupan posiciones claves en el gobierno! En estas circunstancias,
aun el propio «blanqueo» deja de ser un problema importante. Con una política
económica de librecambio y con unas posibilidades ilimitadas para internar al
país cualquier producto a través del contrabando, los «coca-dólares» se limpian
fácilmente perdiéndose todo rastro para saber qué productos han sido adquiridos
legalmente y cuáles lo han sido con dinero ilegal. Los «coca-dólares» se
transforman en automóviles, televisores o en suntuosos edificios. No es casual
el que en Bolivia, los principales narcotraficantes estén estrechamente
vinculados a los grandes negociantes de Santa Cruz a través de la Cámara de
Industria y Comercio.
La
política económica de los últimos regímenes militares de Bolivia está marcada
con el signo de la cocaína y así pasará a la historia. Como herencia queda para
los futuros regímenes civiles la difícil tarea de desenredar y cortar los hilos
del narcotráfico que se ha extendido por el país como una gigantesca tela de
araña (P. Ramos: «Radiografía de un golpe de Estado». Mimeografiado. México,
1981, p. 41 y ss.)
Sería
interesante analizar si, aún en términos meramente económicos, la afluencia de
los «coca-dólares» ha sido positiva para la economía boliviana. Existen
poderosas razones para ponerlo en duda. El primero y el más negativo efecto ha
sido que, por razón de las implicaciones de los gobiernos últimos con el
narcotráfico, a Bolivia se le ha impuesto internacionalmente una especie de
cerco económico de consecuencias desastrosas para su economía. La consecuencia
más impactante de ese bloqueo ha sido la suspensión de los créditos, así como
las tratativas tendientes a refinanciar la deuda externa.
Otra
consecuencia negativa emergente del narcotráfico ha sido la fuga de capitales.
La cantidad más grande de «cocadólares» no ingresa a la corriente de bienes del
país, sino que va a parar, cada vez con más facilidad y frecuencia, a los
Bancos de Suiza, de Panamá, de Nassau o de Taiwán. No deja de ser sintomático
que el Banco de Santa Cruz de la Sierra, muy ligado, junto con el banco
Ganadero del Beni, a personas muy vinculadas al narcotráfico, ya ha establecido
una filial en Panamá, uno de los lugares privilegiados para el «blanqueo» de
los «cocadólares».
Otro de
los efectos contraproducentes de los dólares provenientes del tráfico de drogas
contra la economía boliviana es que gran parte de ese dinero se invierte en
Miami o en Panamá en la compra de productos manufacturados que después se
internan a Bolivia por las vías (legales del contrabando... Gran parte de los
automóviles, radio-cassettes, grabadoras, relojes, televisores, tocadiscos...
son adquiridos en el extranjero con esos dólares y entran al país por esos
medios ilegales.
Pero ha
habido instituciones que se han visto favorecidas por la corriente de los
«coca-dólares». Lo han sido, de una manera muy destacada, las Fuerzas Armadas y
los Organismos de Seguridad. Entre los Organismos de Seguridad (sería más
acertado llamarlo «de inseguridad») cabe señalar la eficaz infraestructura que
el Coronel Arce Gómez ha dado con esos fondos a los temibles paramilitares y a
los organismos pseudo-estatales como el SES o el DIE.
3.
Los «Paramilitares»
La
existencia de bandas armadas de carácter absolutamente irregular e ilegal,
compuestas de elementos organizados militarmente y vestidos de civil, dedicados
a las «tareas sucias» de la represión política y del terrorismo al servicio del
Estado, genéricamente denominadas «policías paralelas» o «grupos
parapoliciales» o «paramilitares», no es, por cierto, algo propio al fascismo
boliviano. Desde hace mucho tiempo y en muchos países del mundo, muchos pueblos
han tenido que enfrentarse a esta excrecencia social. Sin embargo, las
dimensiones que este fenómeno ha cobrado en Bolivia tienen, sin duda, pocos
precedentes.
Los
«paramilitares» en Bolivia han llegado a constituirse en un verdadero «ejército
paralelo», no sólo debido a su capacidad operativa y la impunidad con que actúan,
sino también porque su poder se nutre de la misma fuente que el poder las
Fuerzas Armadas.
Aunque
como «poder paralelo» son un fenómeno absolutamente nuevo e inédito en la
historia de Bolivia, se puede rastrear parte de sus orígenes remontándose hasta
los grupos de choque que, en los años cincuenta, organizó la fascistoide
Falange Socialista Boliviana (FSB) con el nombre de «Camisas Blancas» para
hacer frente a las milicias populares del Movimiento Nacionalista
Revolucionario (MNR), entonces en el poder. De esa época data el nombre de
Carlos Valverde Barbery, que llegó a protagonizar una aventura guerrillera en
Santa Cruz y, en 1971, lanzó a sus huestes falangistas contra el movimiento
popular bajo la consigna «Como en Yakarta, casa por casa», siendo por ello
premiado por el dictador Banzer con el Ministerio de Salud.
Fue con
ocasión del sangriento golpe de Estado que implantó el fascismo en Bolivia, en
agosto de 1971, cuando hicieron su aparición los primeros embriones de grupos
paramilitares. Mientras en La Paz hacían el oficio de francotiradores asesinos
(militantes falangistas como el «Mosca» Monroy o Alberto Alvarez y delincuentes
juveniles como la banda de los «Marqueses»), en Santa Cruz se hacía el
experimento de aplicar el sistema de «escuadrones de la muerte» importado del
vecino Brasil. Widen Razuk Abrene y Oscar Román Vaca dirigieron dos de estos
«escuadrones» que entre el 19 de agosto de 1971 y marzo de 1972 se cobraron la
vida de 304 personas (según testimonio del más tarde ministro del Interior del
gobierno Gueiler, Jorge Selum). A raíz de su probada adhesión a un régimen
terrorista como lo fue el de Banzer, todos fueron premiados con cargos
públicos: Monroy fue a la Dirección de Aduanas, Alvarez a la Presidencia de la
Lotería Nacional, Razuk a la Prefectura del Departamento de Santa Cruz y Román
Vaca a la Presidencia del Comité Pro Santa Cruz.
Con estos
y otros elementos provenientes del ejército, la policía y el hampa, el régimen
banzerista organizó su policía política bajo la denominación de Departamento de
Orden Político (DOP) encubierto como dependencia del Ministerio del Interior.
Desde entonces suenan los nombres del eterno coronel Rafael Loayza, jefe de
Inteligencia del Ministerio del Interior (en la práctica, lo mismo que el
Servicio de Inteligencia del Estado o SIE), del entonces capitán Carlos Mena
(jefe de Operaciones del Ministerio del Interior, más tarde sucesor de Loayza),
del coronel Jorge Cadima, el capitán Rudy Landívar y el mayor Tito Vargas (de
la Sección II del Ejército) y de los civiles Guido Benavides (inspector de
Policía, jefe del DOP, luego de la Dirección de Investigación Nacional o DIN),
Jorge «Coco» Balvián y Daniel «Damy» Cuentas (ex militantes revolucionarios) o
«El Trío oriental», del hampa de Santa Cruz, todos ellos tristemente célebres
torturadores.
Durante
los siete años que duró el régimen fascista, estas bandas semiclandestinas y
parapoliciales fueron las encargadas de sembrar el terror entre la población,
especializándose en los asaltos nocturnos a los domicilios de quienes resultan
molestos al régimen y en cada vez más refinados sistemas de «interrogatorio» y
tortura a los «detenidos» (en realidad, secuestrados) políticos.
Fue el 7
de agosto de 1978 cuando se denunció por primera vez públicamente la existencia
de grupos paramilitares en Bolivia. En un comunicado de la Asamblea Permanente
de Derechos Humanos de Bolivia se acusó concretamente al «grupo paramilitar
FSB, célula I» de Oruro, dirigido por Víctor Hugo Méndez y Alfonso Dalence, de
ser el autor del atentado, robo y destrucción de la oficina local de Derechos
Humanos. Igualmente se denunció al grupo paramilitar «Legión Boliviana» de
Cochabamba, a cargo de los hermanos Alarcón, y al grupo paramilitar de Raúl
Fuentes, activo en el distrito minero de Siglo XX.
El 13 de
septiembre de 1978, un atentado dinamitero destrozaba la residencia de los
sacerdotes de la parroquia católica de Loreto, en la ciudad de Cochabamba, y
cuatro días después, la Asamblea de Derechos Humanos volvía a alertar a la
opinión pública sobre «el recrudecimiento de la actividad paramilitar».
El 15 de
junio de 1979, la Asamblea volvía a la carga con «un nuevo llamamiento para que
se adopten a la brevedad posible acciones enérgicas y contundentes para la
disolución de los grupos paramilitares y el enjuiciamiento de sus
responsables». La denuncia documental sobre el accionar de estos grupos
incluía, esta vez, la nómina de una treintena de elementos componentes de los
mismos. La Asamblea terminaba su comunicado profetizando que «las garantías del
advenimiento de una democracia están en gran parte dependiendo de que nuestro
pedido sea tenido en cuenta». Un año después, en julio de 1980, los
paramilitares ya estaban en el poder.
¿Cómo fue
eso posible? Para entenderlo, es preciso referirse al contexto en que se
produjo el vertiginoso desarrollo de la organización paramilitar. En enero de
1978, movilizaciones populares habían obligado al régimen fascista a conceder
una amnistía total, gracias a la cual miles de exiliados políticos habían
podido regresar a su país. En julio del mismo año, el régimen no había podido
impedir que, en unas elecciones prefabricadas, un candidato oficial (el general
Juan Pereda, ministro del Interior desde 1974) fuese derrotado por la
oposición. Ante el fracaso del proyecto de «legitimación electoral» de la
dictadura, Pereda se alzó en armas contra Banzer y le quitó el gobierno, el 2
de julio, para ser derrocado, a su vez, el 24 de noviembre, por el comandante
del ejército, general Padilla. Bajo presión norteamericana, éste prometió
nuevas elecciones, esta vez limpias, para julio del año siguientes. Fue en este
contexto de «debacle», y desmoronamiento del régimen militar que los sectores
fascistas más lúcidos del mismo empezaron a organizarse para sobrevivir y
preparar su contraofensiva.
Ahora se
sabe que fue en 1978 cuando empezaron a llegar a Bolivia los primeros
mercenarios extranjeros reclutados por el criminal de guerra alemán Klaus
Barbie-Altmann (jefe de la policía política nazi GESTAPO en la ciudad francesa
de Lyon durante la Segunda Guerra Mundial) por cuenta del Ministerio del
Interior boliviano (léase DOP-SIE), del que el nazi refugiado en Bolivia era
asesor.
Así
llegaron a Bolivia los argentinos Alfredo Mario Mingolla, González Bonorino y
Silva, todos ellos procedentes de la tenebrosa «Alianza Anticomunista
Argentina» (o «Triple A»), con tratados por el Ministerio del Interior, por
intermedio de Altmann, para actuar como provocadores durante la campaña
electoral de 1978. Fue este grupo terrorista el que dinamitó la sede parroquial
de Loreto, en Cochabamba, en septiembre del mismo año.
También
en septiembre de 1978 fue cuando llegó a Bolivia, contactado por Altmann, el
terrorista alemán Joachim Fiebelkorn (desertor del ejército alemán, mercenario
de la Legión Extranjera, vinculado a la «Internacional neonazi»), procedente de
Paraguay. A fines del mismo año, Altmann se trajo de Paraguay a otro alemán, el
ex soldado nazi Hans Joachim Stelifeld, que trabajaba allí al servicio de la
organización nazi «Kamaradenwerk». Por otra parte, fue también en 1978 cuando
llegó a Bolivia el mercenario belga «coronel» Jean Schramme, igualmente desde
Paraguay. Todos ellos recibieron sueldo y credenciales del Ministerio del
Interior boliviano y fueron encargados de la instrucción militar de grupos
irregulares.
Entretanto,
los viejos matones falangistas dan muestra no sólo de vitalidad y capacidad
operativa, sino también de impunidad, ocupando, en acción militar, durante la
campaña electoral de 1979, el aeropuerto de Santa Cruz para impedir la llegada
del candidato de la oposición. En esa ocasión reaparecen Carlos Valverde, Widen
Razuk y el «Mosca» Monroy.
Pero no
es sino hasta la derrota del efímero régimen fascista del coronel Natusch, en
noviembre de 1979, que el proceso de organización de grupos paramilitares
«profesionalizados» arranca propiamente. En una carrera contra reloj, se trata
de poner en pie todo un «ejército de paramilitares» con el objetivo de
conquistar el poder, puesto que el ejército había sido derrotado y la
desmoralización cundía en sus filas.
En
efecto, desde la victoriosa insurrección popular de 1952 nunca el ejército
había vuelto a morder el polvo de la derrota como esta vez. Sólo tres meses
antes había culminado el proceso democrático-electoral boliviano con la
elección de un presidente interino de la República en la persona del abogado
Walter Guevara Arce; haciendo de tripas corazón, los militares habían tenido
que replegarse a sus cuarteles tras 15 años de ejercicio del poder. Era el 6 de
agosto de 1979. El 1 de noviembre ya estaban de vuelta. Tras un «ensayo
general» en octubre, el coronel Natusch proclamó el fin de la democracia
representativa en Bolivia y reimplantó el régimen militar. Quince días más
tarde, Natusch tuvo que abandonar el Palacio de Gobierno por la puerta trasera
repudiado por el pueblo. El Parlamento nombró un nuevo presidente interino en
la persona de la señora Lidia Gueiler y ésta convocó nuevas elecciones para
junio de 1980.
El ex
presidente Guevara escribió más tarde: «Si los militares bolivianos aprendieron
o no algunas lecciones del golpe fracasado de Natusch Busch es algo que puede
discutirse. Lo que no puede ignorarse es que los asesores argentinos del Estado
Mayor sacaron las conclusiones apropiadas y eso fue muy importante, porque
ellos dirigieron el golpe del 17 de julio de 1980.»
Al día
siguiente del aplastamiento del golpe de Natusch, el proceso de preparación del
próximo golpe teniendo como brazo ejecutor a una fuerza paramilitar arrancó con
fuerza. La influencia argentina fue decisiva. Se trataba de aprovechar al
máximo la experiencia de la «represión clandestina» puesta en marcha por el
Ejército argentino antes del golpe de 1976 a través de grupos «parapoliciales»
tales como la «Triple A» dirigida por el ministro López Rega y oficiales superiores
de la Policía Federal. Las ventajas de este método eran múltiples: el ejercicio
del terrorismo de Estado desde las sombras es mucho más efectivo que desde una
institución expuesta a la luz pública, pues logra bajar la moral del «enemigo»
(léase movimiento popular) desatando el pánico en sus filas, al mismo tiempo
que mantiene la ilusión de una «neutralidad» de las Fuerzas Armadas o, por lo
menos, no las desgasta en las «tareas sucias» de la represión política; por
otra parte, logra intimidar a los sectores militares «blandos» (léase
institucionalistas o democráticos) que se atrevan a cruzarse en el camino de
los sectores «duros».
Los
expertos argentinos en las técnicas de provocación, el terrorismo, el
secuestro, la tortura y la «desaparición» llegaron en masa a Bolivia. Es verdad
que el capitán Miguel Angel Benazzi, oficial de Inteligencia y uno de los
primeros torturadores de la Escuela de Mecánica de la Armada argentina, ya se
hallaba en Bolivia desde 1978, mimetizado como funcionario de la Agregaduría
Naval de la Embajada argentina. En 1980 llegaron los «pesos pesados»: el
siniestro capitán Antonio Pernía, que antes se había fogueado en operaciones
clandestinas en París y Madrid, y el capitán Schelling, ex jefe de Inteligencia
del aparato represivo montado en la Escuela de Mecánica de la Arrinada (ESMA)
en Buenos Aires, quien se llevó a todo su equipo de torturadores. En poco
tiempo, la Misión Militar argentina en Bolivia infló su personal encubierto,
hasta llegar a contar 70 funcionarios.
La piedra
fundamental para la construcción de esta fuerza paramilitar golpista fue, sin
duda, el Departamento II (o Sección de Inteligencia) del Estado Mayor General
del Ejército desde el momento en que, a raíz del golpe de Natusch, cayó en
manos del coronel Luis Arce Gómez. Tras el fracaso del golpe, Arce Gómez se
atrincheró en el Departamento II y, ante la pasividad del gobierno y de los
demás jefes militares, hizo de él su feudo. Aún más: el 22 de noviembre (sólo
una semana después de la vergonzosa retirada de Natusch del Palacio de
Gobierno), Arce Gómez se atrevió a desafiar al nuevo gobierno, saqueando él
personalmente las oficinas del DOP-SIE sitas en el edificio del Ministerio del
Interior y llevándose sus archivos y su personal al Departamento II, instalado
en el Cuartel General del Ejército.
De este
modo, los Loayza, Mena, Benavides y demás torturadores del antiguo DOP pasaron
a depender del Departamento II del Ejército, desde noviembre de 1979, a las
órdenes directas de Arce Gómez. Este, desde luego, reunía las mejores
condiciones para hacer de centro de la red: experto en explosivos, envuelto en
asesinatos políticos diez años antes, resentido social, inescrupuloso y
megalómano. Y, además, una «cualidad» que resultó ser la más importante:
narcotraficante. Fue a través de Luis Arce Gómez y de sus contactos con la
mafia del narcotráfico que la fuerza paramilitar en construcción encontró no
sólo su principal fuente de financiación, sino también su principal forma de
crecimiento cuantitativo mediante la incorporación masiva de los pistoleros a
sueldo de los narcotraficantes a las filas de la fuerza paramilitar. Los
encargados del reclutamiento de los traficantes de cocaína fueron,
precisamente, dos oficiales de la Sección II del Segundo Cuerpo de Ejército
(estacionado en Santa Cruz), personalmente vinculados a la mafia del
narcotráfico: el mayor Abraham Baptista y el capitán Rudy Landívar.
Así se
fue tejiendo, desde los primeros meses de 1980, una extraña y tenebrosa
simbiosis de servicios secretos, hampa del narcotráfico, militantes
falangistas, mercenarios extranjeros, torturadores de la policía política y
oficiales del Ejército, todo ello bajo la dirección invisible de la Misión
Militar argentina. La jefatura de esta banda terrorista quedó en manos del
coronel Arce y su coordinación operativa fue encargada a un equipo de
«diplomados» en técnicas modernas de represión o «contrainsurgencia»,
encabezado por el coronel Freddy Quiroga y el capitán Hinojosa, ambos
procedentes del SIE.
La banda
«debutó» en marzo de 1980, secuestrando y asesinando, con técnicas desconocidas
hasta entonces en Bolivia, al sacerdote jesuita Luis Espinal, director del
semanario de izquierda «Aquí», único órgano de prensa abiertamente crítico del
golpismo militar. Una ola de atentados y explosiones, varios de ellos mortales,
recorrió el país los meses siguientes hasta la víspera misma de las elecciones
del 29 de junio. Nunca antes se había dado en Bolivia un terrorismo de esa
naturaleza. A mediados de junio, los paramilitares falangistas protagonizaron,
inclusive, un «ensayo general» con la toma de la ciudad de Santa Cruz. La
pasividad, si no complicidad, de los mandos del Ejército con la subversión y
las conjuras de los paramilitares del coronel Arce era evidente. Así se llegó
hasta el golpe del 17 de julio.
Las
operaciones del golpe de Estado estuvieron por completo a cargo de los
paramilitares. En el transcurso de sólo una hora y media, unas cuantas decenas
de individuos vestidos de civil, entrenados militarmente y armados con
metralletas, recorrieron la ciudad de La Paz en ambulancias, al mediodía, y
lograron secuestrar a la presidenta de la República y a su gabinete ministerial
en pleno (se hallaban sesionando en el Palacio de Gobierno), a la dirección
político-sindical del país (estaba reunida en el local de los sindicatos) y
acallar por la fuerza a todas las radioemisoras de la ciudad. Una vez
paralizada la capital, los paramilitares entregaron el poder en bandeja de
plata al Ejército en la persona de su comandante general, el general Luis García
Meza.
El
intelectual boliviano Pablo Ramos Sánchez ha escrito al respecto: «En la
mecánica de este golpe, los paramilitares tuvieron a su cargo las tareas sucias
de asaltar locales, tomar prisioneros, perseguir políticos, allanar domicilios,
robar, torturar, asesinar y desencadenar el terror en Bolivia. Al utilizarlos,
los golpistas no sólo mostraron a sus camaradas de armas que podrían actuar
independientemente del resto de las FF.AA., es decir, que tenían capacidad para
lanzarse a la calle sin necesidad de recurrir a la movilización de regimientos
militares cuyos comandantes podrían no estar dispuestos a ensuciarse las manos
y el uniforme en tareas gansteriles. Pero, además, les permitía demostrar a los
indecisos o reticentes que también podrían correr la misma suerte que los
políticos a manos de los paramilitares».
De esta
forma, la mayor parte de los comandantes de regimientos no dudaron en
participar en la represión, especialmente sangrienta en las minas. El dinero
proveniente del narcotráfico se encargó del resto. En cuanto a la tropa, fue
embarcada en las «tareas sucias» en virtud de los principios militares de
disciplina y subordinación. A este respecto sigue escribiendo Pablo Ramos: «Es
cierto que, después de cumplidas las primeras acciones, salieron a la calle las
patrullas militares (...) Es de tener en cuenta que en los allanamientos
actuaban juntos, militares y paramilitares, correspondiendo a estos últimos la
iniciativa, mientras que los primeros representaban el respaldo de la fuerza.»
«Es digno
de anotar, para la historia», sigue el comentario, «lo que ocurría en estas
operaciones conjuntas: mientras los oficiales y soldados actuaban con el rostro
descubierto, los paramilitares se recubrían con medias nylon de mujer, dando a
su presencia un aire de tenebrosidad capaz de desencadenar el pánico en los
familiares de los perseguidos. Tales precauciones de los paramilitares
obedecían a razones de seguridad, pero también a propósitos específicos de
amedrantamiento. Seguramente los propios soldados sentían escalofríos cuando
escuchaban las voces deformadas de quienes les daban órdenes desde el fondo de
una máscara (...) Tales hechos se marcaron de manera indeleble, para bien o
para mal, en la conciencia de los jóvenes militares que participaron en ellos»
(Pablo Ramos, en «Radiografía de un golpe de Estado», México, mayo de 1981).
Tras el
golpe, las filas de los paramilitares se nutrieron con centenares de
individuos, oportunistas o convencidos, procedentes de todos los sectores
sociales (desde la empresa privada hasta el hampa), ultraderechistas por
anticomunismo, catolicismo integrista o, simplemente, por narcotraficantes.
Desde
entonces, los paramilitares se han convertido en una especie de «ejército
paralelo» o guardia pretoriana al servicio, indistintamente, del sector
fascista del Ejército y de la mafia del narcotráfico. Con los fondos
provenientes de éste se les ha dado un sueldo regular, inscribiéndolos en la
plantilla de personal de diversas instituciones, tales como la oficina de
Formación de Mano de Obra (FOMO), la Lotería Nacional, la Aduana, la
Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) de La Paz, el magisterio, varios
ministerios, sin contar el Ministerio del Interior y la Sección II del
Ejército. También se les ha dado un status semilegal con la creación del
Servicio Especial de Seguridad (SES) como marco para encuadrarlos.
Primero
apareció el Comando de Operaciones Conjuntas (COC), según el modelo argentino,
como una especie de «Estado Mayor General de los paramilitares», a cargo del
coronel Faustino Rico Toro, ex ministro del Interior que acababa de regresar de
una larga estadía en los Estados Unidos. Luego, Rico Toro fue transferido a la
Jefatura del Departamento II del Ejército como sucesor de Arce Gómez, pues éste
decidió hacerse cargo personalmente del Ministerio del Interior. A la Jefatura
del COC pasó el coronel Carlos Rodríguez Lea Plaza, jefe del Departamento III
(Operaciones) del Ejército y rival de Rico Toro. Entonces se creó el SES como
dependencia del Ministerio del Interior (en realidad se pretendía sustituir al
ex DOP-SIE), cuya dirección fue encomendada al coronel Freddy Quiroga,
incondicional de Arce Gómez. En octubre de 1981, mediante decreto, el SES fue
disuelto y en su lugar se creó la Dirección de Inteligencia del Estado (DIE), a
cuyo frente siguió el coronel Quiroga, al menos hasta marzo de 1982.
Pero los
paramilitares son algo más que el «brazo largo» de los sectores fascistas del
Ejército. Son un verdadero poder del Ejército, pues los jefes y oficiales
vinculados a ellos controlan, al mismo tiempo, los puestos claves dentro del
Ejército. Estos jefes y oficiales funcionan, incluso, como una «logia secreta»,
que dice llamarse «Aguilas Negras». Por otra parte, los paramilitares mismos
funcionan como una verdadera «mafia» que ha logrado penetrar en todos los
entresijos del aparato estatal.
Como dice
Pablo Ramos en su estudio ya citado: «Los paramilitares no sólo desempeñaron
tareas militares y represivas, pues formaron parte importante entre las bases
de sustentación política y social del régimen. Surgidos de las capas medias y
del lumpen, constituyen los sectores más agresivos en el accionar político de
la derecha boliviana. Incluso llegaron a copar segmentos importantes de la
administración pública, especialmente aquéllos donde existe la posibilidad de
enriquecimiento fácil. Así, lo primero que controlaron fue la Lotería Nacional,
la Caja de Seguro Social, las oficinas recaudadoras de impuestos a la coca, las
oficinas de la Renta Interna y de las aduanas. Demás está decir que coparon
todas las reparticiones del Ministerio del Interior.»
En un
afán por justificar su existencia ante la opinión pública, el dictador García
Meza dijo una vez que los paramilitares «no son gente sin oficio ni beneficio,
ya que muchos de ellos son abogados, médicos, ingenieros y arquitectos» y que
«muchos de ellos son elementos nacionalistas y conscientes, pero necesitan ser
controlados para evitar abusos como el cometido por un paramilitar en Santa
Cruz, que disparó contra un camarero porque se negó a servirle una cerveza
después del toque de queda».
Más
brutal fue Arce Gómez. A una pregunta periodística, en mayo de 1982, acerca de
quién tenía razón, si la opinión pública que piensa que aún existen los
paramilitares o si el Ministerio del Interior que los niega, Arce Gómez
respondió: «Pienso que el Ministerio del Interior está mal informado. Que
salgan los anarquistas a verificar si existen o no».
4.
La «Conexión» Nazi
Otra
parte importante de la base de sustentación del fascismo en Bolivia está
constituida por una numéricamente pequeña fuerza social, a cuyo poder económico
e ideología de extrema derecha se suma un curioso elemento unificador: su
condición de alemanes. Se trata de un pequeño pero poderoso grupo de familias
alemanas, la mayor parte de las cuales emigraron a Bolivia antes de la primera
guerra mundial o en los primeros años de la posguerra. Prosperaron en el mundo
del comercio y la industria y asimilaron la ideología nazi de su patria de
origen como su principio de identidad y comportamiento en su patria de
adopción.
La
llamada «Colonia alemana» en Bolivia salió a la luz pública como estrechamente
vinculada a la instauración del fascismo banzerista en 1971, cuando uno de sus
más connotados miembros, el industrial azucarero Edwin Gasser reveló, en una
entrevista con la televisión de la República Federal Alemana, que fue la
«Colonia» quien financió el golpe de Bánzer (él mismo descendiente de alemanes)
con dineros que sirvieron para sobornar a numerosos jefes militares.
Otro
personaje de gran influencia durante el régimen de Bánzer fue Federico Nielsen
Reyes, el traductor oficial al castellano del panfleto «Mein Kampf» de A.
Hitler. En 1976 era el delegado en Bolivia del Comité Intergubernamental de
Migraciones Europeas (CIME) y estuvo implicado en el fallido negociado de
importar a Bolivia a colonos rhodesianos expulsados de Africa por su mentalidad
racista. A principios de la década, su hijo Roberto apareció implicado en otro
escándalo: hallándose en Frankfurt (RFA) disfrutando de su condición de Cónsul
de Bolivia, no tuvo reparos en vender su título de Cónsul a un zapatero local
para comprarse un caballo de carreras con la pretensión de querer competir en
los Juegos Olímpicos de 1972.
Las
aficiones hípicas de Roberto lo llevaron a trabar amistad con otro experto en
caballos: el oscuro General Luis García Meza Tejada. Tras el sangriento golpe
del 17 de julio de 1980, que llevó a García Meza al poder, Roberto Nielsen
apareció como Jefe de Seguridad del dictador y ayudante administrativo del
Palacio de Gobierno, encargado de cubrir todas las necesidades de la vida
privada de García Meza, incluidos los servicios de provisión de prostitutas.
Fue,
pues, natural que fuera Roberto Nielsen quien, junto con otros seis
guardaespaldas, acompañara a la esposa del dictador, Olma Cabrera de García
Meza, en un supuesto viaje a España. En realidad, el destino del viaje era
Zurich (Suiza) y su objeto: depositar una enorme cantidad de dinero, que la
revista semanal alemana «Der Spiegel», evalúa en nada menos que cuarenta
millones de dólares, en un banco suizo.
En cuanto
a Federico Nielsen, éste también es cómplice de los robos y manejos dolosos de
dinero del dictador: tras la caída de éste, en agosto de 1981 fue el encargado
de comprar, a nombre de García Meza, la suma de 50.000 dólares del Banco
Central de Bolivia a menos de la mitad del precio oficial para los gastos del
numeroso séquito que el ex dictador se llevó a su semiexilio en Taiwán.
Pero el
más conocido de los alemanes colaboradores del fascismo en Bolivia es, sin
duda, el criminal de guerra Klaus Barbie. Al igual que varios otros criminales
de guerra que huyeron de Alemania al terminar la segunda guerra mundial, Barbie
también buscó refugio en América del Sur y terminó instalándose en Bolivia.
Aquí cambió su nombre por el de Klaus Altmann, para tratar de encubrir su
pasado de asesino de miles de judíos y patriotas franceses durante el tiempo en
que se desempeñó como jefe de la policía secreta del Estado alemán (Gestapo) en
la ciudad francesa de Lyon. De ahí que sea conocido como «el carnicero de
Lyon».
El nombre
de Altmann está asociado a la represión política, al tráfico de armas, al
reclutamiento de mercenarios para la formación de grupos paramilitares y al
tráfico de cocaína. Durante el régimen barrientista se vinculó a los militares
y fundó una empresa marítima en conexión con otras instaladas en Perú y
dedicadas a la importación y exportación; de esta forma entró en las redes del
tráfico internacional de armas.
Tras el
golpe de 1971, Bánzer lo incorporó al aparato represivo del régimen, en tareas
relacionadas con su propia seguridad personal y con la renovación de los
métodos de represión en el Ministerio del Interior. Bánzer también le otorgó la
ciudadanía boliviana y le dio un pasaporte diplomático, con el cual recorrió Europa
negociando la importación de carros de combate y armas ligeras para el
Ejército.
Aunque
siempre cubrió sus actividades y se mantuvo en la sombra, la célebre «cazadora
de nazis» alemana Beate Klarsfeld terminó descubriéndolo, posibilitando que el
gobierno francés presentara al de Bolivia un pedido de extradición por
«asesinato y complicidad en secuestros arbitrarios, seguidos de deportaciones
de cientos de ciudadanos muertos como resultado de las torturas y actos de
barbarie». La solicitud francesa fue negada por las autoridades judiciales
bolivianas por presión de Bánzer.
Altmann
se relacionó estrechamente con los responsables sucesivos del aparato represivo
de los distintos regímenes; así, trabó amistad con el que fue ministro del
Interior de Bánzer durante cuatro años, el General Juan Pereda Asbún (más
tarde, autor de la defenestración de Bánzer y efímero dictador), y con el
entonces jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, Coronel Luis Arce
Gómez (más tarde, autor del golpe de Estado de 1980 y ministro del Interior del
régimen de García Meza). A través de ellos, Altmann se vinculó también al
tráfico de la cocaína y al mundo de las mafias del narcotráfico.
El 31 de
diciembre de 1980, el diario «El País» de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra
publicaba en su edición-anuario una fotografía y una esquela mortuoria
absolutamente insólita en Bolivia y profundamente reveladora del submundo donde
se entrelazan las mafias del narcotráfico, los paramilitares y los nazis. La
foto está tomada en la hacienda de José Gutiérrez en Santa Cruz.
En ella
destaca, al centro, la figura de Hans J. Stellfeld, ex oficial del Ejército
nazi e instructor de los grupos paramilitares. Stellfeld murió el 16 de
diciembre de 1980, a la edad de 68 años, por sobredosis de cocaína, y fue
enterrado con honores militares en el cementerio alemán de Santa Cruz ( (1)). Según la nota necrológica,
Stellfeld llegó a Bolivia dos años antes (o sea, en el segundo semestre de
1978, cuando Pereda era presidente de la República y Rico Toro su ministro del
Interior, Justicia e Inmigración) con el objeto de realizar «estudios de la
flora cruceña».
Sin
embargo, la nota revela también que «últimamente tuvo una brillante actuación
como consejero de los elementos nacionalistas», es decir, fascistas, que
protagonizaron la reinstauración del fascismo en Bolivia. Por su parte, el
Contralor General de la República, Adolfo Ustares Ferreira, que también figura
en la fotografía y asistió al sepelio de Stellfeld junto con «numerosos amigos
y miembros de la Colonia Alemana», pronunció un discurso, donde llama a
Stellfeld «camarada», revela que todos eran integrantes de una «Legión», que
pasaron juntos «largas noches y días de vigilia ante la acechanza roja», que
fue la tenacidad de Stellfeld lo que hizo que «nos preparemos y actuemos» y que
«fue el 17 de julio que culminó la camaradería».
Ustarez
es un abogado relacionado con la mafia del narcotráfico, que integró las bandas
armadas fascistas y, por ello, fue distinguido por García Meza con el cargo
clave de Contralor General de la República, función administrativa encargada de
la defensa de los intereses del Estado, que fue utilizada por el régimen para
hacer «blanquear» o reciclar los fondos provenientes del narcotráfico y
«cubrir» las operaciones ilícitas de los altos jefes militares. Tuvo que dejar
el cargo en febrero de 1981, al mismo tiempo que los Coroneles Arce Gómez y
Ariel Coca, por presiones del gobierno norteamericano.
En la
histórica fotografía figura también Fernando Monroy. alias «Mosca Monroy»,
delincuente común con un grueso prontuario. A comienzos de la década de los 70
integraba los grupos de matones de la Falange Socialista Boliviana (FSB) que se
dedicaban a «desestabilizar» los gobiernos reformistas de los generales Ovando
y Torres. En 1979 fue detenido por haber asesinado a sangre fría a un joven
universitario que participaba en una manifestación. En vísperas del golpe del
17 de julio de 1980 fue puesto en libertad por orden expresa del Coronel Arce
Gómez para que integrara el grupo paramilitar que asaltó el local de la Central
Obrera Boliviana (COB) y asesinó a los dirigentes políticos Marcelo Quiroga
Santa Cruz y Carlos Flores Bedregal y al dirigente minero Gualberto Vega
Yapura.
El «Mosca
Monroy» formaba parte también -como no podía ser de otra manera- de las bandas
armadas al servicio de la mafia del narcotráfico. El 18 de junio de 1982
apareció muerto en su casa, en el barrio residencial de Guapay, en la ciudad de
Santa Cruz, donde residía desde dos años antes, con herida de bala. Los vecinos
informaron que, por la tarde, habían escuchado varios disparos de armas de
fuego, pero que no les dieron mayor importancia, porque en esa casa «se
practicaba tiro al blanco». Aunque el gobierno del General Torrelio ha querido
encubrir los pormenores de su muerte, lo más probable es que se trate de un
típico «ajuste de cuentas» entre distintas bandas de narcotraficantes.
Finalmente,
en la fotografía aparecen varios mercenarios extranjeros, entre ellos el
francés Jacques Edouard Leclere (luchó contra la independencia de Argelia en
las filas de la organización terrorista OAS, detenido en Bolivia en 1979 cuando
intentaba sacar 7 kilos de cocaína y puesto en libertad con el fin de que
ayudara al entrenamiento de los grupos paramilitares en Santa Cruz), el
austríaco Wolfgang Walterkirche y los alemanes Joachim Fiebelkorn, Herbert
«lke» Kopplin y Manfred Kullman.
Todos
ellos resultaron pertenecer a una siniestra logia secreta denominada «Los
Novios de la Muerte», o «Frente Bolivia Joven», que salió a la luz pública con
motivo de su desarticulación. Todo comenzó el 2 de mayo de 1981, cuando el
aventurero falangista y viejo paramilitar Carlos Valverde Barbery se apoderó,
al frente de un pequeño grupo de civiles armados, del pozo petrolífero «Tita»
de propiedad de la norteamericana Occidental Co., para exigir la renuncia de
García Meza. El operativo fracasó al intervenir las tropas de la VIII División
del Ejército, al mando del Coronel «constitucionalista» Gary Prado Salmón
(quien resultó gravemente herido en la columna vertebral), que por entonces se
hallaban empeñadas en una intensa batida contra los narcotraficantes y los
paramilitares en todo el Departamento de Santa Cruz.
Días
después, un grupo de ocho personas atravesaba la frontera boliviana con el
Brasil en precipitada huida desde la ciudad de Santa Cruz. Detenidos por la
policía brasileña, fueron trasladados a la ciudad de Campo Grande (Mato Grosso,
a 200 km de la frontera), donde les fueron decomisados 3 kilos de cocaína,
uniformes militares, panfletería nazi y armamento moderno. El grupo resultó ser
parte de otro mayor, compuesto por 36 personas, comandado por el alemán Joachim
Fiebelkorn.
El grupo
comenzó a ser desarticulado en Santa Cruz, donde fueron apresados seis de sus
integrantes. Entre los detenidos en Campo Grande figuran, además de tres
bolivianos, dos argentinas y un peruano, el austríaco Walterkirche y el alemán
Kullman. Los demás lograron escapar. El propio Fiebelkorn comandaba al grupo de
los ochos, pero logró evitar ser detenido él también. Se hospedó durante
algunos días en el hotel Beira-Río, de Campo Grande, y luego desapareció.
Entre los
papeles incautados a los prófugos, la policía brasileña encontró una lista con
20 nombres, donde Fiebelkorn figura como «Primer Comandante del Grupo Especial
de Comando». Como «Segundo Comandante» aparece Jaime Gutiérrez, un connotado
narcotraficante que consiguió huir hasta el Paraguay. El «Tercer Comandante»
resultó ser Omar Cassis, conocido miembro de la policía política de Bánzer y
uno de los tres que dio su nombre para encubrir el asesinato del ex ministro
del Interior de Bánzer, Coronel Andrés Selich Chop, por el nuevo ministro
Alfredo Arce Carpio.
De las
declaraciones de los detenidos en Campo Grande se supo también que el grupo
tenía dos funciones: preparar paramilitares para acciones terroristas y
suministrar protección a los narcotraficantes. El mismo Jefe de Estado Mayor de
la VIII División, Coronel Edwin Peredo, confirmó que se trataba de «un grupo
paramilitar de protección a los narcotraficantes y a los productores de
cocaína». En la casa que ocupó Fiebelkorn en Santa Cruz se encontró
ametralladoras ZK, lanzadoras de granadas, nitroglicerina, fósforo blanco y
otras muchas armas modernas.
De toda
esta documentación se sabe que Fiebelkorn es un neonazi fanático, que
coleccionaba banderas nazis, uniformes militares de los SS, discursos y
películas de Hitler, esvásticas y canciones; todos los días escuchaba cintas
grabadas con los discursos de Hitler y buscaba imitarlo en las actitudes, las
expresiones y hasta en la misma voz ( (2)).
Fiebelkorn
llegó a Bolivia en 1978 (como Stellfeld), en compañía de otro compatriota suyo,
Hans-Jürgen Lewandowski, ex soldado de las SS hitlerianas, a quien asesinó en
noviembre de 1980 en la ciudad de Santa Cruz. En el asesinato estuvo también
implicado el mercenario francés Napoleon Forlangier, a quien Fiebelkorn conocía
desde la época de las luchas por impedir la independencia de Argelia. El médico
boliviano Alberto Chávez, otro integrante de «Los Novios de la Muerte», emitió
el certificado de defunción de Lewandowski, según el cual éste habría muerto de
«cirrosis hepática aguda».
Fue Klaus
Altmann quien contrató a Fiebelkorn para el Servicio Especial de Seguridad
(SES) -eufemismo que encubría la estructura de los paramilitares, más tarde
cambiado en Dirección de Inteligencia de Estado (DIE)- y le entregó las
credenciales correspondientes. Otros viejos y nuevos nazis contratados por
Altmann como instructores para los paramilitares son: Franz Josef Hoefle,
Manfred Konter, Castern Vollmer y Kai Gwinner.
A Kullman,
cuando la policía brasileña lo detuvo en Campo Grande, le encontraron en su
bolsillo una carta de «recomendación» que le había dado el entonces ministro
del Interior de García Meza, General Ceiso Torrelio Villa (más tarde, sucesor
del dictador). En cuanto a Kopplin, que logró evitar el ser detenido, su nombre
salió en la prensa cuando, a mediados de junio de 1981, asesinó al argentino
Alonso Estévez mientras éste, en estado de ebriedad, tenía una discusión con el
administrador del club Playboy. Kopplin le disparó a quemarropa. Después, como
descargo, reveló que era agente de la Comisión Nacional de Lucha Contra el
Narcotráfico dirigida por los Coroneles Doria Medina, David Fernández y el
Mayor Luis Cossío.
En
efecto, entre los protectores de los nazis de viejo y nuevo cuño figuran muchos
jefes militares, incluida la máxima cúpula. Así, días después de la detención
del grupo de «Novios de la Muerte» que huían al Brasil, se supo que el Jefe de
Estado Mayor del Comando en Jefe de las Fuerzas Armadas de Bolivia, General de
División Edén Castillo Galarza (antiguo cómplice de la camarilla García
Meza-Arce Gómez), había intercedido en favor de dos de los bolivianos detenidos
(Tatiana Vaca Díez y Ramón Ortiz), argumentando que «gozan de la confianza de
las Fuerzas Armadas». Por si fuera poco, la madre de Tatiana Vaca Díez también
hizo publicar las recomendaciones que obtuvo en el Ministerio del Interior, la
Guardia Nacional de Seguridad Pública y la Prefectura del Departamento de Santa
Cruz. El «affaire» le costó el cargo al General Castillo.
Pero no
sólo a él. Otro militar que tuvo que poner los pies en polvorosa por culpa de
los «Novios» es el Capitán Rodolfo «Rudy» Landívar, a la sazón cónsul general
de Bolivia en Campo Grande. Landívar es un antiguo integrante de los aparatos
represivos del régimen de Bánzer, especializados en la represión a los
campesinos (su cargo era el de «coordinador del Pacto militar-campesino»),
además de connotado miembro de la red de narcotráfico desde su puesto en la
Aduana de Santa Cruz. Su ubicación misma en Campo Grande es sospechosa: ¿qué
hace ahí un Consulado de Bolivia, en una ciudad que no tiene comunicaciones con
Bolivia? La razón del porqué el grupo de terroristas huía en dirección a Campo
Grande parece evidente: su contacto allí era Landívar. La policía brasileña le
acusó de «conocer todos los nombres de los jefes neonazis que operan en
Bolivia». Antes de que fuera demasiado tarde, Landívar renunció de inmediato y
se volvió a Bolivia.
Es verdad
que no son sólo alemanes los mercenarios de ideología nazi que operan en
Bolivia al servicio del régimen militar y de la mafia del narcotráfico. Según
una nota secreta de los Servicios de Seguridad del Estado de Bélgica, cuatro
mercenarios de origen flamenco forman parte también de las bandas paramilitares
en Bolivia. Se trata del «Coronel» Jean Schramme, de Albert Van Ingelgom (de 66
años, que fue comandante de las SS alemanas destinado en el campo de
concentración de Auschwitz), de Roger Van de Zande (también de 66 años, brazo
derecho de Schramme) y del hijo de éste, de 30 años, que trabajaría en el SES
(hoy DIE) en La Paz, donde le apodan «El Tigre» por su dominio de las técnicas
de tortura.
La
historia de Schramme (de 53 años) es muy elocuente. Hijo de un abogado de
Brujas (Bélgica), ingresé en el Ejército como voluntario. A los 24 años se
compró una plantación en el Congo Zaire. Cuando se produjo la guerra de la ex
colonia belga, hoy secesión de la provincia de Katanga (provocada por los
colonialistas belgas reacios a la independencia de la colonia en 1960),
Schramme se convirtió en el hombre de confianza del cabecilla de la secesión,
Moise Tschombé, cuyas fuerzas policiales dirigió. Tras el fracaso de la
aventura se refugió en Angola y en 1964, cuando Tschombé ya fue primer ministro,
regresó a Leopoldville. Bajo la dirección del General Mobutu, entonces brazo
derecho de Tschombé, reprimió a los seguidores de Lumumba, el padre de la
independencia. Cuando Mobutu se apoderó del gobierno mediante un golpe de
Estado, Schramme fue promovido a Mayor y Comandante Militar de la región de
Maniema. En 1967, a raíz de una aventura golpista protagonizada junto con el
mercenario francés Bob Denard, Schramme es expulsado del Zaire.
De vuelta
en Brujas, el 26 de junio de 1968, es detenido acusado del asesinato de un
belga cometido en mayo de 1967 en el Zaire. Dos meses después logra su libertad
en condiciones oscuras, obtiene un pasaporte y, en 1969, huye a España. En 1970
se instala en Portugal, pero a la caída del fascismo en 1974 vuelve a huir, esta
vez al Brasil. De aquí es expulsado en 1976, por lo que debe trasladarse al
Paraguay, de donde, en 1978, se interna a Bolivia. ¿Sería también Altmann el
que lo reclutó?
En agosto
de 1981 dos periodistas norteamericanos intentaron conversar con Altmann sobre
éste y otros temas en su casa de Cochabamba. Pero el nazi recurrió a sus
influencias y los hizo detener por la policía. Por razones de seguridad,
Altmann suele cambiar su lugar de residencia entre Cochabamba, su departamento
en La Paz (calle 20 de octubre, Edificio Jazmín) y su hacienda de Santa Cruz.
Pero ya no se oculta. Con frecuencia se le puede ver entrando o saliendo del
Ministerio del Interior. Una vez reveló a la revista de gran tiraje
alemana-occidental «Stern»:
«Siempre
que necesitan ayuda, me llaman. Tengo una reputación muy buena.»
El 22 de
julio de 1982, Altmann demostraba que, tras el último golpe militar, nada había
cambiado en Bolivia. Días antes, el General Celso Torrelio había sido
destituido por la «mafia de los coroneles» garcíamezistas tras haber cedido a
la presión popular decretando una amnistía general y convocando a elecciones
generales. Después de un largo forcejeo interno, los coroneles acabaron
imponiendo a uno de ellos, Guido Vildoso, en la Presidencia de la República. Al
día siguiente, Altmann hacía una aparatosa aparición en el Palacio de Gobierno
para visitar a su amigo Vildoso. (3)
Notas:
1. Según pudo
averiguar el enviado especial del diario brasileño «O Globo» en Santa Cruz de
la Sierra, José Eustaquio de Freitas, «Stellfeld fue asesinado por otros dos
alemanes, miembros del "Frente Bolivia Joven" Franz Josef Hoefle, de
39 años, y Manfred Konter, quienes le robaron dinero y regresaron a Paraguay»
(«O Globo», 7 de junio de 1981).
2. El 11 de
septiembre de 1982, el juez italiano Aldo Gentile emitió una orden de detención
contra Joachim Fiebelkorn y otros cuatro neonazis terroristas, integrantes
todos ellos de la llamada «Internacional negra», como presuntos autores del
asesinato de 85 personas en la estación de trenes de la ciudad italiana de
Bolonia, el 2 de agosto de 1980, mediante la explosión de una bomba
3. El nuevo
embajador de la República Federal de Alemania en Bolivia, Helmut Hoff, al
presentar sus credenciales, el 3 de septiembre de 1982, renovó el pedido de
extradición de Barbie, presentado por su gobierno en el mes de mayo del mismo
año. El pedido alemán se basa en el hecho de que Barbi sigue siendo ciudadano
alemán, pues la ciudadanía boliviana la obtuvo en 1957 bajo la falsa identidad
de Klaus Altmann. Esta sirvió para que las autoridades judiciales bolivianas
rechazaran dos veces, en 1974 y en 1979, el pedido de extradición presentado
por Francia.
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