Extracto de: www.soysantacruz.com.bo
La memoria de este sombrío personaje ha perdurado en las
consejas tradicionales durante largo tiempo. Todavía hoy, época de grandes
mudanzas y por consiguiente de olvidos y pretericiones del pasado, queda su
nombradía puesta en un romancillo que cantan los niños retozonamente:
Coto Colorao
mató a su mujer
con un cuchillito
más muto que él.
Le sacó las tripas
y las fue a vender,
junto con su estera,
su tari de miel,
dizque pa casarse
con otra mujer.
La parte transcrita del romancillo fue aprendida por el
recolector de estas antiguallas, en la dorada época de su infancia. La ha oído
repetir años después, con unas pocas variantes, bien que ya muy de cuando en
cuando. Hacia los años 40 le fue dado oír en el villorrio del Palmar otros
cuatro versos del mismo, no conocidos ni oídos anteriormente, y tanto o más
significativos, cuanto que quieren explicar la calidad del personaje:
Era un hombre bueno
que se echó a perder
a causa y por culpa
de su esposa infiel.
El canto de los niños era, todavía en aquellos tiempos,
explicado por los viejos en esta suerte de relato:
"COTO COLORAO" vivió allá por los tiempos en que
los abuelos de los abuelos eran criaturas y andaban en camisa hasta la edad de
siete años. Hombre del común y de la clase artesana, nada tenía que le
distinguiese de sus congéneres, como no fuera la hipertrofia de la glándula
tiroides que le abultaba el pescuezo en la forma de un limón de los menos
pequeños y él trataba vanamente de ocultar bajo el cuello de la camisa.
Item más: El antiestético y antipático apéndice tenía un
color rojizo que tiraba a purpúreo. De ahí el apodo de "Coto Colorao"
con que se conocía al hombre, prescindiendo del nombre que recibió de pila
bautismal y del apellido legado por su progenitor. Huelga decir que apodo tal,
maldita la gracia que le hacía, y de no ser el homobono sabido de todos, habría
pedido cuentas al primero que osara repetirlo en su delante.
Bien fuera por falla natural, o bien por consecuencia del
nocivo aditamento, el sujeto no tenía muy cabales las entendederas, ni andaba
sobrado de juicio. Ello le hacía pasible de bromas y blanco de chanzas, sobre
todo de parte de endiablados mozalbetes.
Trabajador y diligencioso como pocos, entre las varias
oficiosidades que tenía, era la principal vender en la recova (léase mercado),
artículos que hoy se dice de la "canasta familiar". Ahorrando en este
menester real sobre real, había conseguido llegar a la posesión y disposición
de una buena cantidad de patacones. Pasaba por acomodado, bien que entrado ya
en años, cuando se le ocurrió tomar esposa. No había de faltar quien se animase
a hacerlo, y joven y bonita como él apetecía. Al punto el vecindario se precipitó
en hablillas maliciosas. Dada las circunstancias el maduro consorte no podía
menos de ser candidato a adornos vergonzantes sobre la frente. Al cabo de
cierto tiempo, los maliciosos dieron en la especie de que sus presunciones
habían llegado a la efectividad. La mozuela maridada dizque se las entendía
hábilmente con prójimos de su edad, a espaldas del homobono y su abultado
pescuezo.
La especie, seguida de agudos comentarios, no tardó en
circular de boca en boca. Quien más, quien menos ponía su parte de mofa en la
persona del presunto agraviado, sin que faltase alguno que le suponía sabedor y
permitente de compartir el lecho con terceros. Hasta hubo alguien que al verle
llevó los índices enhiestos a la altura de la frente, en ademán de figurar cornamentas.
Si "Coto Colorao" se enteró de los supuestos, es
punto que no incumbe averiguar. Pasaron los días sin más ni más, y uno de ésos
el vecindario fue sorprendido con la noticia de que la joven esposa había sido
encontrada muerta en casa. Dizque el cuerpo no presentaba señal ninguna de
violencia, razón por la cual se atribuyó el deceso a aquello que en la época se
decía "muerte repentina".
La lloró el hombre como otro cualquiera lo hubiera hecho en
el caso, pero a la vuelta de algún tiempo dio muestras de haber entrado en
resignación y reanudó el género de vida hasta entonces llevado. Pero lo de la
"muerte repentina" no había convencido a los socarrones y
murmuradores, quienes echaron a rodar la versión de que "Coto
Colorao" fue quien la mató, en castigo de los devaneos extraconyugales.
No habían de tardar las manifestaciones de aquel pensar y
sentir en torno al hecho. Y fue la pillastrona chiquillería del barrio la
encargada de lanzar a los cuatro vientos la imputación directa de la
culpabilidad, cantando los versos que alguien, maduro y no mal coplero, se le
habría ocurrido componer. El canturreo callejero de los primeros días se fue
aproximando paulatinamente a la casa del viudo, hasta dar en ronda que
culminaba en las puertas de su vivienda.
Coto Colorao
mató a su mujer
con un cuchillito
más muto que él.
Aludiendo a la condición de recovero o vendedor en el
mercado, la estrofa fue redondeada luego con aquello de:
...le sacó las tripas
y las fue a vender...
Y así, de verso en verso hasta enterar el romancillo que se
ha conservado en la memoria del pueblo.
La tradición, que refiere en última instancia la furia con
que el hombre recibía tal rociada, nada dice cómo acabó esto, y lo otro y qué
pasó finalmente con aquél. Si por esa razón, el relato resulta trunco, no se
anote la falta en la cuenta del relator que cuenta las cosas tal cual le fueron
contadas a él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario